LA REPUBLICA EN SUS LABERINTOS
PREÁMBULO
Preámbulo: “Rodeo o digresión antes de entrar en materia o de empezar a decir claramente algo” (Diccionario de la Real Academia de la Lengua. Edición del Tricenteario, 2014.)
El laberinto
La motivación que inspira estos ensayos está contenida en la relación que establece entre los dos términos que abren su título: pensar la república chilena de las primeras décadas como un laberinto que debía recorrerse, en el tiempo, en la certeza que había un derrotero hacia la plena vigencia de los derechos que prometía, pero en el temor que los obstáculos desviaran la ruta.
El preámbulo con que se abre es, como dice, el epígrafe, un rodeo, una digresión que aspira a situar al lector a la entrada del laberinto que se desplegó ante quienes debieron pensar, debatir, construir y consolidar un proyecto que no se mostraba con claridad ante sus ojos, pero que exigía ideas que lo inspiraran y medios para ejecutarlo.
Los capítulos de este libro son también el resultado de mi propia exposición al itinerario de la historia del siglo XIX chileno e hispanoamericano. La república como un laberinto de múltiples recorridos y desenlace desconocido ha inspirado la estructura que quise darle a páginas escritas en diversos momentos, con diversas inquietudes en mente y, también ellas, ubicadas en contextos muy diversos de una trayectoria intelectual historiográfica que me ha permitido plantearle múltiples preguntas al siglo XIX chileno. La primera de ellas surgió a fines del siglo pasado, en medio del revisionismo histórico que naturalmente produjo el quiebre de la democracia. No solo y dramáticamente enfrentó a los chilenos con su potencial de violencia y odio, sino también los estrelló contra los mitos construidos en torno al país que se vanagloriaba de tener la más larga tradición democrática del continente, así como de poseer una clase dirigente que podía asimilarse con la aristocracia británica o representar la cultura francesa.
La mayoría de esos mitos se consideraban fundacionales, evidentes y asociados con la república y sus éxitos. La institucionalidad, los triunfos bélicos, la superioridad cultural, aparecían sobrepuestos a la marginalidad y pobreza de un territorio menoscabado por su comparativamente precaria cultura pre-colombina y débil figuración política si cotejada contra, por ejemplo, la de un Perú vecino. Entonces surgió la pregunta en torno a la construcción de esa superioridad, a los actores y discursos que la habían percibido y creado.
Desde esa mirada, el siglo XIX irrumpía como el momento en que las luces iluminaron la faz de hombres de acción y de letras que levantaron un telón donde se desplegó todo un proceso creativo; aquel que daría forma a un Estado y una nación, que reuniría en torno de sí a lo más granado del pensamiento. Los exiliados argentinos y de otras latitudes; el mismo Andrés Bello recalando en costas chilenas luego de un largo periplo formativo desde su Venezuela nativa a Europa, liberales españoles. Todos ellos aparecieron como un coro donde se cantaba no solo el triunfo de Yungay contra la Confederación Perú-boliviana, sino
también la esperanza en que la civilización y el progreso constituirían el itinerario indefectible de la nación chilena. También aparecieron ahí sus sombras: el temor al caos y a la anarquía; la desconfianza en el mismo pueblo al que había que representar y convertir en ciudadano. Esos fueron los allegros y adagios que se mencionan en varios de los ensayos que contiene este libro.
Entre la esperanza y la anarquía; entre la civilización y la barbarie, la república presentaba desafíos ineludibles que había que enfrentar recorriendo los pasillos del laberinto, sin abandonar las señas seguras que aportaba la religión y el consenso social que permitía la hegemonía del poder. Impregnados de la idea que el principio central de la sociabilidad y del Estado era la virtud más que los derechos, sus forjadores enfrentaban el conflicto entre teorías y prácticas políticas en la esperanza que la civilización del pueblo otorgaría las condiciones para su inclusión plena. Sin querer construir un panegírico de los publicistas chilenos del siglo XIX, ni parecer enamorada de mi objeto de estudio, considero que en su mayoría eran personas (hombres por cierto) complejas e íntegras intelectualmente. Ellos se encontraban inmersos en un universo ideológico donde el liberalismo había legitimado la búsqueda de la libertad, el interés personal, la secularización social, el imperio de la ley. La república era el régimen institucional y cultural que correspondía como reemplazo a la monarquía desechada, pero ésta no exigía, y para muchos tampoco permitía, al menos al comienzo, mucho más que remplazar la legitimidad del soberano individual por un soberano colectivo cuya autoridad se encontraba estructurada institucionalmente en torno a los poderes republicanos. En consecuencia, apoyados en la matriz ideológica del liberalismo pero desconfiados de la igualdad, imprimieron en la república rasgos tradicionales expresados en el control al cambio social por medio de la restricción a la ciudadanía y a la soberanía popular. Conduce a equívoco, por lo tanto, desconocer que republicanismo y liberalismo fueron sinónimos sólo circunstanciales, cuando aún imperaba el monarquismo como sustantivo a demonizar. Para enfrentar esta tensión, Philip Pettit ha propuesto una distinción entre la conceptualización de libertad del liberalismo y del republicanismo, la cual ayuda a comprender la definición que manejaba la clase dirigente chilena de gran parte del siglo XIX. Los republicanos entenderían la libertad como la ausencia de dominación arbitraria, lo cual no implica necesariamente la plena vigencia de los derechos individuales, mientras el ejercicio del poder tenga limitaciones, y deba justificar cualquier suspensión de derechos en función de un bien social. Los liberales, en cambio, pensarían que cualquier interferencia reduce la libertad, lo cual tiene amplias repercusiones, que no es del caso abordar aquí, sobre el rol del Estado. 1
1 Philip Pettit, Republicanism. A theory of freedom and government, (Oxford: Oxford University Press, 1997). Los latinoamericanos hemos evitado reflexionar sobre las diferencias conceptuales entre la tradición republicana y la liberal. En los años setenta, la historiografía norteamericana se ocupó de definir los rasgos de cada una y de establecer más detalladamente su genealogía. Al respecto, es fundamental la obra de J. G. A. Pocock, El momento maquiavélico (Madrid: Tecnos, 2002). Para América Latina, los trabajos recientes de Gabriel Negretto son una contribución importante. Cfr, Gabriel Negretto y José Antonio Aguilar, “Rethinking the Legacy of the Liberal State in Latin America: The cases of Argentina (1853-1916) and México (1857-1910)”, Journal of Latin American Studies, N°32, 2000.
Los estudios en torno al republicanismo han sido uno de los aportes importantes de la nueva historia política y no es mi intención contribuir en este preámbulo a un campo historiográfico que ha convocado a diversas disciplinas y producido reflexiones sustanciales desde aproximadamente mediados del siglo XX.2 No se trata, en consecuencia, de adentrarse en un campo que no requiere legitimarse, en el sentido de que ha logrado exitosamente desbancar el reduccionismo que interpretaba la historia política hispanoamericana tan solo inserta en el paradigma del liberalismo. De la mano de la llamada “nueva historia política”, historiadores y cientistas sociales se han ocupado, tanto de desvirtuar equívocos sobre el siglo XIX hispanoamericano, como de encontrar nuevas vías de comprensión para superar la ya, afortunadamente desacreditada visión de los “modelos y desviaciones”.3
Entrampados los historiadores positivistas, especialmente decimonónicos, en el dilema en torno al liberalismo, habían reducido la historia política de Chile a una pugna entre dos bandos opuestos, cuyas victorias alternativas habrían dado forma a una «república conservadora», vigente entre 1830 y 1861 y una «república liberal», triunfante desde 1861.4 Los obsesionó la paradoja entre el triunfo teórico del liberalismo y su fracaso como proyecto político real.5 Pasaron por alto que, aunque definida inicialmente apenas en oposición a la monarquía, y probablemente escogida como su única alternativa, la república traía consigo un bagaje filosófico y ético de grandes consecuencias políticas, económicas y sociales. Más aún, concibieron al liberalismo como una filosofía e ideología, cuyo origen en el siglo XVII, en la tradición de Locke o de Hume, había permanecido incólume atravesando los océanos y los siglos, perspectiva que la historia intelectual y particularmente la historia de los conceptos ha logrado destronar exitosamente.6 Su punto de observación no les permitió ver que la fractura liberal-conservadora es posterior al primer republicanismo, aquel de las
2 Vasco Castillo, La creación de la República. La filosofía pública en Chile 1810-1830 (Santiago: Lom Ediciones, 2009); Manuel Suárez Cortina, “El republicanismo como cultura política. La búsqueda de una identidad”, en Manuel Pérez Ledesma y María Sierra (eds.), Culturas políticas: teoría e historia (Zaragoza: Inst. Fernando el Católico, Diputación de Zaragoza, 2010), pp. 263-323; Rafael Rojas, Las Repúblicas de Aire: Utopía y desencanto en la revolución de Hispanoamérica (México: Taurus, 2009)
3 Elías Palti, “Ideas, teleologismo y revisionismo en la historia político-intelectual latinoamericana” en El tiempo en la política. El siglo XIX reconsiderado (Buenos Aires, Siglo XXI, 2007) pp.21-57, Leopoldo Zea, The Latin-American Mind (Norman: Oklahoma Press, 1970); Roberto Schwartz, “Las Ideas fuera de lugar” en Adriana Amante y Florencia Garramuño (comp), Absurdo Brasil. Polémicas en la cultura brasileña (Buenos Aires: Biblos, 2000)
4 Es el caso de Diego Barros Arana, Benjamín Vicuña Mackenna, Miguel Luis Amunátegui. Entre los contemporáneos, Simon Collier adopta la misma periodización, aunque advirtiendo que hacia 1850 el liberalismo, «emblema» superior de la modernidad decimonónica, era el lenguaje común de la clase política chilena. Simon Collier, Chile: The making of a republic, 1830-1865: Politics and Ideas (Cambridge: Cambridge University Press, 2003), pg. xix.
5 José Antonio Aguilar, En pos de la quimera. Reflexiones sobre el experimento constitucional atlántico (México, CIDE / FCE, 2000), p. 17
6 Javier Fernández Sebastián (director), Diccionario político y social del mundo iberoamericano, La era de las revoluciones, 1750-1850, (Madrid: Fundación Carolina, Soc. Estatal de Conmemoraciones Culturales, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2009); Reinhart Koselleck, Aceleración, prognosis y secularización (Valencia: Pre-Textos, 2003); Manuel Suárez Cortina (editor), Europa del sur y América Latina: perspectivas historiográficas (Madrid: Biblioteca Nueva, 2014); Guillermo Palacios (coordinador), Ensayos sobre la nueva historia política de América Latina, Siglo XIX (México: El Colegio de México, 2007)
guerras de la independencia y la edificación constitucional y política. No percibieron, como escribe Rafael Rojas,7 que ambos grupos tuvieron en común un discurso de la comunidad, su preocupación por la escritura y enseñanza de la historia, los vínculos que establecían entre literatura y política, los reflujos de la ilustración, el cesarismo constitucional. Esa mirada historiográfica, que ha influido poderosamente, olvidó que el sustantivo república en la historia de Chile había sido bastante más que una “opción política meramente coyuntural.”8 Por cierto la república de Chile fue también una opción coyuntural, por la necesidad que tuvieron las clases dirigentes de generar un régimen político que se opusiera a la monarquía que se desechaba como alternativa. Pero fue una opción discernida y escogida como el proyecto político que mejor podía dar estabilidad, desarrollo y participación a los habitantes del país.
Los hombres de acción que habían repudiado el dominio español asumieron desde los inicios del período revolucionario su condición de creadores de una institucionalidad que exigía decisión y pensamiento. Pensamiento y acción debían complementarse creativa y cautelosamente. Cuando escribían en torno a la soberanía popular, la representación, la ciudadanía y la constitución que debía regir en el país estaban pensando y delineando lo que debía ser, y querían que fuera, un Estado republicano. ¿Podrían haber tomado otros rumbos? Por cierto, muchos países hermanos del continente lo intentaron, con devaneos incluso con monarcas extranjeros o autóctonos.
El republicanismo es indudablemente el concepto con mayor densidad explicativa respecto del proceso hispanoamericano de transición institucional hacia la creación de los Estados-nación independientes que conocemos hoy. Los sucesos que gatillaron el debate en torno a la posibilidad republicana se iniciaron en 1808 con la abdicación de Carlos IV y el cautiverio de Fernando VII, culminando así un proceso de crisis de la monarquía en la península, iniciada probablemente ya en 1796 con el “pacto” con la familia francesa, que demostró la debilidad de la corona española ante los avances británicos.9 Es importante tener en cuenta este antecedente para no concluir apresuradamente que los movimientos autonomistas que se esparcieron por los reinos americanos como reguero de pólvora desde la acefalía en el trono hispano fueron una reacción intempestiva, sino entenderlos como el producto de relaciones de sumisión erosionadas desde antes de 1810 por parte de los vasallos americanos.
No obstante, es válido preguntarse ¿qué se entendía por república, más allá de la necesidad histórica y la voluntad de adherir a ella? David Brading, reflexionando en torno a Simón Bolívar, sostiene que el republicanismo latinoamericano no debe comprenderse como “el simple repudio de la monarquía como forma de gobierno, sino más bien la aceptación de toda una filosofía secular que enseñaba que el hombre solo puede alcanzar o perseguir la
7 Rojas, Las Repúblicas de Aire.
8 Alfredo Jocelyn Holt, La independencia de Chile: Tradición, modernidad y mito (Santiago: Random house mondadori, 2008)
9 Gabriel Cid, “La invención de la República Chilena: Dilemas y lenguajes políticos en una época revolucionaria, 1808-1833”. Tesis para optar al grado de Doctor en Historia, Universidad del País Vasco, 2015.
virtud como ciudadano de una república”.10 En ese sentido, confirmaría, como lo hacen otros autores, que la república no se entiende en su acepción clásica, sino moderna, que la vincula a la doctrina de la soberanía popular.11 Representaba la felicidad que la Ilustración y la ideología del progreso auguraban.
La revolución de independencia había sido un hecho inédito; la república un instrumento para avanzar hacia el progreso, un mecanismo de cohesión que generaba la acción. Entre uno y otro se habían disuelto las experiencias acumuladas por las generaciones anteriores y había desaparecido “el repositorio de donde extraer enseñanzas morales y pautas para dar sentido al mundo circundante”.12 En ese escenario, el presente solo adquiría sentido como proyección de futuro. En sus trabajos sobre la verdadera revolución conceptual que trajeron las revoluciones, Reinhardt Koselleck ha explicado como en las nuevas expectativas que se abrían ante los ojos de los actores, el presente aparecía como un escenario transitorio, donde inevitablemente entrarían en escena nuevos elencos con guiones desconocidos. En ese contexto, los contemporáneos debían percibir que su espacio de experiencia, marcado por la pertenencia al orbe hispano se distanciaba de su horizonte de futuro, librado a sus designios aunque sometido a un diseño preestablecido.13 La república traía consigo una carga de imposiciones político-conceptuales que con razón se percibían como revolucionarias. La sanción del pueblo como nuevo soberano, con todas sus implicancias, inauguraba una asimetría entre la experiencia y la expectativa. No era menor el desafío de tener que fundar un gobierno sobre los principios de la soberanía popular, la ciudadanía, y la representación.
Desde la proliferación de los estudios sobre el republicanismo, visto por lo general como una corriente de pensamiento, como un movimiento social y político- una ideología-, en los últimos años se ha abierto la pregunta sobre la posibilidad de una cultura política republicana. Entendemos por “cultura política”, en la línea que sugiere Jean-François Sirinelli, una especie de código y un conjunto de creencias y referentes valóricos, formalizados o difusos en el seno de una tradición política o de un grupo social. Incluye las representaciones e imaginarios; las visiones de mundo compartidas, la lectura sobre su pasado y las proyecciones sobre el futuro.14
Si bien en estos ensayos escapo al trabajo teórico, y reconociendo la complejidad de los aportes en las últimas décadas de la historia intelectual, de la llamada Escuela de Cambridge con su serie Ideas in Context, y de la historia conceptual, intento apropiarme tan solo de su contribución a reposicionar el contexto histórico como factor influyente en la formulación de los discursos políticos, y reconocer con gratitud su inspiración hacia el segundo término
10 Luis Barron, Liberales conservadores: Republicanismo e ideas republicanas en el siglo XIX en América Latina (México, CIDE, 2007), p.7.
11 Cfr, Castillo, La creación de la república; Renato Cristi y Pablo Ruiz-Tagle, La república en chile: Teoría y práctica del constitucionalismo republicano (Santiago: Lom Ediciones, 2006)
12 Fernández Sebastián, “Introducción” en Diccionario. p. 31.
13 Reinhart Koselleck “Dos categorías históricas: ‘espacio de experiencia’ y ‘horizonte de expectativa’” en Futuro Pasado. Para una semántica de los tiempos históricos (Barcelona: Paidós, 1993), pp. 333-357.
14 Jean-François Sirinelli, “Pour une histoire des cultures politiques: le référent républicain”, En Daniel Cefai (dir.), Cultures politiques, (Paris: Presses universitaires de France, 2001), citado en Manuel Suárez Cortina, “El republicanismo como cultura política”, p. 157.
con que presentamos estos ensayos: el laberinto. Reivindicar, como sugiere Quentin Skinner, al historiador o al actor político como productor de ideas y de fórmulas políticas intrínsecamente adosadas a un lenguaje es un aporte para dilucidar los complejos laberintos de conceptos por los cuales transitaron los forjadores de nuestras repúblicas, iluminados tan solo desde lejos por una luz lejana y difusa.15 Laberintos de conceptos que no conducían lineal ni definitivamente hacia la plena vigencia de aquello que consignaba el proyecto republicano por el cual se había optado. La ideología del progreso, la confianza en que la civilización se alcanzaría en el tiempo, el respaldo para la mantención del orden que aportaba la religión y la Iglesia Católica, y la convicción de vivir un período de transición eran los medios que permitían superar la angustia del rumbo incierto por el que transitaban.
Los ensayos
En las 3 partes que se divide el libro, los ensayos están pensados como una manera de ilustrar los dilemas que enfrentaron las clases dirigentes en su recorrido laberíntico, intentando visibilizar los aspectos de cultura política que asomaban en sus debates intelectuales en torno al desarrollo republicano. La perspectiva de cultura política permite demostrar, en el capítulo en torno a la representación y sus prácticas durante la primera mitad del siglo XIX, que estas sí tuvieron sentido como formas de participación en el proceso de tránsito de la comunidad al individuo y al ciudadano moderno. Desplazando la mirada desde el foco centrado en las elecciones como expresión de la ciudadanía moderna aparecen las prácticas electorales como procesos de pedagogía política. Si consideramos que la clase dirigente asumía para sí la formación del pueblo y del ciudadano se hacen más comprensibles las limitaciones impuestas al sufragio y más evidentes otras vías de participación en la esfera pública.
La creación de una institucionalidad que garantizase la estabilidad en el recorrido hacia la posibilidad de concesión plena de los derechos que consagraba la república requería de ciertos resguardos a fin de evitar la posibilidad de la anarquía que asolaba a los países vecinos. El temor al pueblo y sus eventuales excesos en el ejercicio de la soberanía convirtieron a la religión en un factor de orden social por su capacidad de penetración en los sectores populares y por su influencia y control sobre las conciencias y las conductas. No fueron las dudas sobre el catolicismo como fe verdadera las que motivaron hacia mediados de siglo las críticas hacia la Iglesia Católica, sino más bien su resistencia inicial a claudicar de algunas de sus prerrogativas ante el Estado. También sin duda afectó la vocación de los agentes de la nueva república por limitar el ámbito de acción de la autoridad eclesiástica al cuidado espiritual de su grey dejando de lado sus atribuciones temporales. Probablemente Francisco Bilbao fue el primero, pero luego vinieron otros, que extendió su crítica hacia el catolicismo como religión, viendo en ella un impedimento a la formación de una nación culturalmente autónoma. Se le reprochó su vínculo con la monarquía y la tradición contra la
15 Quentin Skinner, “Significados y comprensión en la historia de las ideas”; en Prismas, Revista de Historia Intelectual, N°4, 2000. pp.149-191.
cual se rebelaba la nación; se criticó su impedimento hacia la posibilidad del culto de otras religiones, su control sobre la educación y su tuición sobre materias jurisdiccionales. No obstante, antes que el liberalismo radicalizara sus posturas anti-eclesiásticas, el consenso respecto de que la nación era católica y su Estado debía reconocerlo constitucionalmente no fue cuestionado. En Chile, durante toda la primera mitad del XIX, y hasta que el liberalismo se hizo más ideológico, tampoco se concibió ninguna vinculación conceptual entre secularización institucional o social y republicanismo. En el fondo, además de las diferencias respecto del concepto de libertad, lo que está en juego es la paradoja de la aceptación de un sistema republicano, fruto de la modernidad ilustrada y anti-absolutista para la organización del Estado, en sociedades que quieren conservar vínculos sociales tradicionales.
Las constituciones fueron el marco que se buscó insistentemente para diseñar el recorrido que haría el Estado en su creación institucional. Así como la definición republicana implica un reconocimiento a la ley natural como patrón ideal, y a que la soberanía reside en el pueblo quien la delega óptimamente mediante un sistema representativo de gobierno, la clase dirigente considera que el Estado debe estar sujeto a una constitución escrita, como forma de crear unidad política y regular la autoridad. La mantención del orden social fue el norte que tuvieron las clases dirigentes al plasmar sus demandas al orden institucional. Ambos debían potenciarse de manera de garantizar que el edificio mantuviera su estabilidad apoyado en la hegemonía política y social de quienes debían conducir el proceso civilizatorio del pueblo. El capítulo que reúne ambas temáticas permite participar de las alternativas que buscaban las primeras generaciones post independencia para sortear el desafío que había impuesto la revolución de organizar un nuevo régimen político. La efervescencia intelectual que se desataba en torno a las ideas que debían conducir el proceso y la presión de nuevos sectores sociales por participar del mismo convocó a toda la opinión pública en formación en el país. La urgencia por mantener la estabilidad en el desarrollo del proceso no puede resumirse simplemente a una disputa entre conservadores y liberales. La demostración de que la unidad social del grupo dirigente era más fuerte que sus supuestas diferencias ideológicas es que luego de cada una de sus rupturas coyunturales, el consenso social finalmente se imponía.
El segundo apartado del libro se concentra en el tema de la formación de la nación. Las revoluciones de independencia sometieron al concepto de nación a múltiples resignificaciones en el tránsito hacia su comprensión como cuerpo político soberano. Construir un Estado chileno exigía definir ese nosotros chileno. Consolidar la nación se convirtió en un proyecto asociado a la constitución del Estado que además exigía componentes diversos. En la nueva forma identitaria, el concepto de nación se movió desde su comprensión asociada a la patria hispana hacia la identificación con el Estado surgido desde la independencia, y no desde una identidad nacional pre-existente que actuara como telos. Ello implica que desde la política, desde la república, se procuró dar forma a la comunidad del Estado-nación, que pasó a ocupar un lugar significativo en el lenguaje político. Expresaba la posibilidad de erigir nuevas unidades políticas y redefinía la carga política del lenguaje al asociarla con otras voces como pueblo, libertad, ciudadanía, pero
sobre todo soberanía, constitución o representación que a su vez expresaban concepciones distintas sobre las formas de asociación cívicas. Eso se tenía que hacer con acuerdos políticos y principios cívicos que permitieran que se fueran develando las formas que tomaría la nación a medida que los nuevos principios políticos, como la ciudadanía por ejemplo, se ponían en práctica. Primero vendría, la soberanía política, después la construcción del ciudadano.
El capítulo en torno a los funerales de José Miguel Infante y Andrés Bello muestra uno de los momentos en que los poderes del Estado, incluida la Iglesia Católica, disputaron sobre los modelos que debían conformar la memoria nacional. Expresa también el tránsito desde la militarización de los héroes hacia la consagración de civiles e intelectuales como referentes nacionales. El capítulo sobre las guerras adentra al lector en el rol que tuvieron los enfrentamientos bélicos que libró Chile durante el siglo XIX para construir adhesión al proyecto estatal y nacional. El potencial nacionalista que el país exhibió en momentos de su historia decimonónica se conformó justamente a través de la Expedición Libertadora del Perú, de la Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana y del triunfo en la Guerra del Pacífico. Ellas fortalecieron a la nación en su capacidad de sobrevivencia republicana, de conservación del orden social y político y de expansión.
La consolidación del proyecto nacional requería también de un relato sobre su historia y los derroteros a seguir hacia el progreso, ideología unificadora que alcanza su apogeo expresivo en la llamada Generación de 1842. La década de 1840 vio la proliferación de actividades y publicaciones culturales, así como la especial preocupación por fundaciones educacionales inspiradas en la necesidad de formar una nación civilizada. Cambiando las conciencias, ese “hombre nuevo” sería, con toda seguridad, a juicio de la juventud progresista del siglo XIX, un aliado del proyecto de nación de la clase dirigente. Por separado de compartir una comunidad de fechas y comunidad espacial, los miembros de la Generación de 1842 constituyeron una unidad consciente de vivir un período de transición, auto-percibido como momento de movimiento, voz clave para identificar su percepción del tiempo, y de carácter cualitativo.16
Eran jóvenes, ex alumnos en su mayoría del Instituto Nacional, laicos y religiosos, que compartían un ámbito socio-histórico como destino común intelectual, escogiendo la esfera pública como tribuna. Estaban familiarizados con la filosofía de la historia, el positivismo y el romanticismo, y buscaban las leyes del cambio desde sus lecturas del intelectualismo histórico y la identificación de la filosofía de la historia con una historia idealista, que asignaba a las ideas la génesis de los cambios y revoluciones sociales. Convirtieron la historia en materia de disputa política, testimonio de la “profunda politización del tiempo y
16 Olivier Remaud, “Pequeña filosofía de la aceleración de la Historia” en Fausino Oncina (editor), Teorías y prácticas de la historia conceptual (Madrid: CSIC / Plaza y Valdés, 2009), pp. 349-366; Javier Fernández Sebastián, “Cabalgando el corcel del diablo. Conceptos políticos y aceleración histórica en las revoluciones hispánicas”, en Javier Fernández Sebastián y Gonzalo Capellán de Miguel (editores), Lenguaje, tiempo y modernidad. Ensayos de historia conceptual (Santiago: Globo Editores, 2011), pp.21-59; Francois Hartog, Régime d’historicité: Présentisme et expériences du temps (Paris: Seuil, 2003)
temporalización de la política” que caracterizó a esos años17. Además de mostrar el denso debate intelectual que sostuvieron especialmente en la década de 1840, el capítulo expone la disputa que sostuvieron sus miembros laicos con la institucionalidad eclesiástica por el predominio del campo cultural.
El tercer y último apartado del libro se concentra en la historia de las mujeres en el siglo XIX. Asumiendo que uno de los desafíos principales que trajo consigo la república sobre los constructores del Estado y la nación era el problema de la inclusión social y política y el goce común de los derechos, las mujeres se convirtieron en un problema republicano. Durante toda su historia, la reflexión política, incluido el liberalismo y socialismo, había relegado a esa “hija del mundo sideral”, como le llamó Jules Michelet, a la esfera doméstica.18 La exclusión de la mujer del “contrato” liberal estaba en el origen de la delimitación de las esferas pública y privada, que a su vez asignaban el lugar en la sociedad civil y en la sociedad política, con sus respectivos derechos.19 Aunque hacerlas partícipes de la deliberación pública no formó parte del debate político, la mujer fue crecientemente convirtiéndose en parte de la esfera pública en un complejo proceso que la convirtió paradojalmente, y sin ningún derecho, en peón del ajedrez político del país. El detonante fueron los conflictos entre la Iglesia Católica y el Estado. El clero apeló a la catolicidad de la mujer a su favor, mientras el Estado intentó lograr su adhesión proponiendo una educación que le inculcara valores cívicos inspirados en la racionalidad de la modernidad política. Ninguno de los bandos que disputaba los favores de la mujer tenía intención de alejarla de su labor doméstica como primera prioridad. Aún más, especialmente la Iglesia temía que la mujer volase con alas propias, por lo que difundió textos que la adoctrinaban sobre los peligros de su naturaleza. Las disputas por su educación en manos del Estado, con acceso a la ciencia y a la universidad, o en las “rodillas de la Iglesia” como decía Monseñor Dupanloup en Francia, así como los debates en torno a sus derechos civiles y políticos son la materia de los 3 capítulos sobre inclusión femenina.20
La mujer, obviamente, no fue la única excluida de los derechos civiles y políticos durante el siglo XIX. El siglo no fue testigo del pleno desarrollo de la soberanía popular, ni de la ciudadanía ni de la representación. Tampoco la nación incluía con los mismos derechos de reconocimiento y participación a todos sus habitantes. Pensar el siglo XIX como el siglo de la exclusión ciudadana, plantea la pregunta sobre la inclusión como un desafío inacabado del debate sobre la libertad y la igualdad políticas. El contexto excluyente que concibieron y vivieron las clases dirigentes del siglo XIX fue gradualmente tornando su espacio en el de una ciudad sitiada, justamente porque el desenlace del proyecto quedaba inscrito como requisito en su formulación.
17 Fernández Sebastián, “Cabalgando el corcel del diablo”, p.27.
18 Citado en Mona Ozuf, Récits d'une patrie littéraire: La France, les femmes, la démocratie (Paris: Fayard, 2006), p. 7.
19 Carol Pateman, The disorder of women. Democracy, feminism and political theory (Stanford: Stanford Univ. Press, 1989)
20 Citado en Charles Sauvestre, Sur les genoux de l'église (Paris: E. Dentu, Libraire-Editeur, 1868) p. 13.
El liberalismo, en tanto ideología subyacente, había sido una referencia de cambio, un destino, en parte deseado, y en parte temido, pero que, identificado con el progreso, marcaba una dirección a los tiempos.21 En las últimas décadas del siglo, enfrentado con la iglesia católica y desafiado por el socialismo enfrentó a sus cultores con las demandas de sectores que exigían la concesión de los derechos que la república prometía. La libertad y la igualdad que se inscribían en su piel ideológica habían recorrido el siglo como un telos supeditado a que no se alterasen los pilares sobre los cuales reposaba el consenso de la clase dirigente, y que eran su garantía de hegemonía en el poder. La democracia, ambición máxima de los liberales ideológicos de mitad del siglo incluía el fantasma de una institucionalidad donde los derechos de la ciudadanía y la representación concordaran con el principio consagrado de la soberanía popular.
La visibilización de la llamada “cuestión social”, el ingreso del país en la “era del capital” de que habla Hobsbawm22, las presiones por democratización política de sectores de trabajadores, la radicalización de la disputa ideológica, entre otras razones, cambiaron el escenario político, social e intelectual del país en el último tercio del siglo. Sergio Grez sugiere que la cuestión social es el resultado de un “desarrollo acumulativo de dolencias colectivas y una toma de conciencia de muy lenta gestación”.23 Interpelaciones crecientes por parte de los sectores populares evidenciaron las tensiones de una sociedad que transitaba desde un carácter abrumadoramente agrario a otro con figuración de sectores urbanos, industriales y mineros, lo cual planteaba el tema de los derechos humanos de los habitantes de la nación, y como el Estado debía protegerlos.24 Interpelaba sin duda, a la ciudadanía, como un problema político que la clase dirigente de la república inicial buscó supeditar a la vigencia del orden social, regulando y limitando constitucionalmente los derechos políticos. En este sentido, la cuestión social fue también el proceso de politización de demandas populares que hasta la fecha habían sido más dispersas.25 Ello redefinió la política y las relaciones de poder al interior de la sociedad chilena redireccionando la mirada hacia el pueblo soberano como su actor fundamental. Las reformas de la década de 1870 evidenciaron que la ciudadanía consagrada por la república se había impuesto. En adelante, “unos” y “otros” tendrían que negociar como integrantes iguales y libres de la nación.
21 Javier Fernández Sebastián, “Liberalismos nacientes en el Atlántico iberoamericano: “liberal” como concepto y como identidad política, 1750-1850”, en Diccionario, p. 723.
22 Eric Hobsbawm, La era del capital, 1848-1875 (Barcelona: Crítica, 2003)
23 Sergio Grez, La “cuestión social” en Chile. Ideas y debates precursores (1804-1902) (Santiago: DIBAM, 1995).
24 En 1875, la población rural era un 73%. Cfr. James Morris, Las elites, los intelectuales y el consenso: estudio de la cuestión social y del sistema de relaciones industriales de Chile (Santiago: Ed. del Pacífico, 1967) p. 82.
25 Julio Pinto, "¿Cuestión social o cuestión política? La lenta politización de la sociedad popular tarapaqueña hacia el fin de siglo (1889-1900)", Historia, vol. 30, 1997. pp.211-261; Mario Garcés, Crisis social y motines populares en el 1900 (Santiago: Lom Ediciones, 2003)
El problema de la inclusión social y política se imprimió con letra de fuego en el debate público, no solo de la mano de un liberalismo más libertario sino también de un catolicismo social más igualitario nacido al alero de la Encíclica Rerum Novarum de 1891. La democracia, tan vilipendiada a comienzos del siglo XIX por los excesos a que podría conducir, se había convertido en el referente común de la modernidad política.
Si volver a ese siglo fundacional tiene algún sentido, más allá de la mera erudición, es por la ilusión que proyecta encontrar a ese puñado de hombres, y también mujeres, que ponían sus esperanzas en proyectos políticos, y, a pesar de todas sus limitaciones, confiaban en que desde lo político se podía construir un orden cultural. Insertos en la matriz republicana, creían en el valor supremo del bien común, y aspiraban a que la nación se constituyera como una comunidad reflexiva y participativa. Esos eran sus ideales. Llevarlos a la práctica otorgaba un horizonte de futuro para el cual serían fecundas la imaginación, la creatividad y la educación.
En tiempos en que las identidades colectivas tienden a disolverse a favor del individualismo, y en que la democracia centra su atención en la mercantilización de las relaciones sociales, tal vez revisitar el republicanismo sea un aporte para el siglo XXI. Nos hemos concentrado solo en el contexto decimonónico; no obstante, la tradición de pensamiento republicano, su lenguaje de deliberación pública y su concepción de libertad pueden contribuir a plantear la posibilidad de un proyecto de nación chilena que recupere una concepción de libertad que defienda los vínculos personales y una definición de igualdad que considere los derechos civiles, políticos y también el acceso a los bienes públicos para la mayoría de la población.
Agradecimientos
La invitación que me hiciera Manuel Vicuña a publicar estos ensayos a partir de trabajos realizados a lo largo de varios años fue un desafío que resultó bastante más difícil de lo que parecía inicialmente. Ha sido una satisfacción comprobar que las preguntas que los inspiraron en su momento han tenido variadas y también valiosas respuestas de historiadores notables que me obligaron a repensar muchos de sus contenidos y aproximaciones. Le agradezco que me haya insistido en el compromiso asumido y el apoyo que me ofreció como decano de la Facultad de Ciencias Sociales e Historia de la Universidad Diego Portales. La erudición y memoria prodigiosa de Gabriel Cid, primero alumno, ayudante y ahora colega de pleno derecho fue especialmente importante por sus apoyos bibliográficos y consejos. Agradezco también a Vasco Castillo por los agudos comentarios a algunos de los textos. Nicolás Lastra merece también un especial reconocimiento como editor eficiente y paciente; mi dificultad en hacer las notas a pie de página mientras redacto los textos le exigió gran trabajo y paciencia. Horacio Pérez W. fue un estímulo constante para seguir adelante. Gracias también a él.
CAPÍTULO 1:
REPÚBLICA Y REPRESENTACIÓN: TEORÍAS Y PRÁCTICAS.*
“As to the republican form, I must repeat what I have frequently had the honor to represent to the Dept: that many years must pass away before the people of Chile are prepared for it”, Valpo. L7.6.30, Diplomatic Dispatches-Chile. Michael Hogan, cónsul de EUA en Valparaíso.
Microfilm E 118, Hilman Library.
En su trabajo ya clásico sobre la relación entre la modernidad y las independencias en Hispanoamérica, François-Xavier Guerra sostiene que el problema de la representación en América surge para justificar el rechazo a Napoleón. Es decir, no es sólo un concepto clave en la formación de la república, sino anterior a ella, en la medida en que la formación de juntas en España fue una forma improvisada de representación de la sociedad. Esto porque la lealtad al rey cautivo sólo podía argumentarse apelando a la soberanía del reino, del pueblo o nación para justificar la resistencia al invasor. En ese sentido, el concepto de representación permite llenar el espacio vacío dejado por la figura del monarca, con una nueva forma de legitimidad política transferible, primero a las juntas de gobierno y luego adoptada por las repúblicas independientes.26 La herencia ibérica es un punto de partida indispensable en la historia de la representación política. Esa impronta aportó la ambigüedad que permitió amalgamar en los ensayos de institucionalidad representativa las interpretaciones modernas en torno a la soberanía y a la representación nacional con las culturas políticas tradicionales de sociedades con lógicas en que imperaba el sentido de comunidad. En el marco de esas concepciones, las libertades y la igualdad moderna necesarias para la instauración de un pueblo soberano aún no parecían adecuadas a las elites que controlaban el proceso de tránsito hacia la vigencia de la república.
El problema que se agudiza con la Independencia, como también insinúa Guerra, es la imagen de la nación representada: cómo transitar desde la soberanía del reino a la soberanía de la nación. Es decir, el concepto de nación que subyace en las expresiones sobre la representación. Para unos, se trata de una nación moderna formada por individuos, mientras otros conciben una nación antigua equivalente al reino, formada por cuerpos. En ese sentido, puede afirmarse que la discusión sobre la soberanía dio origen no sólo a la pregunta sobre el pueblo, sino también a la pregunta sobre la representación de la nación y quienes la componen. “El pueblo o la nación no puede hablar, no puede actuar sino a través
* Este ensayo es una versión modificada del artículo “Chile y Argentina: representación y prácticas representativas para un nuevo mundo”, aparecido en Estudios Públicos, n. 81, verano, 2001, pp. 205-244.
26 François-Xavier Guerra, Modernidad e Independencias. Ensayos Sobre las Revoluciones Hispánicas (México: FCE, 1993), p. 178. También “El soberano y su reino: reflexiones sobre la génesis del ciudadano en América Latina”, en Hilda Sábato (coord.) Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas históricas de América Latina, (México: El Colegio de México, FCE, 1999)
de sus representantes”, escribió el Abate Sieyès, sintetizando el principio sobre el cual se asentaba el gobierno representativo en los Estados modernos y del cual surgía el debate en torno al derecho a elegir y ser elegido, cuya titularidad estaba reservada a los ciudadanos.27
Este capítulo intenta aproximarse a la comprensión del concepto de representación y dar sentido a las prácticas representativas chilenas durante la primera mitad del siglo XIX, considerando que esta fue, junto con la soberanía y la nación, el problema que desafió a los constructores del Estado republicano en el escenario de la creación de una nueva comunidad política. Como se ha dicho más arriba, la representación surge como problema incluso antes de adoptarse la forma republicana, en el contexto de las Cortes de Cádiz, también por la molestia ante la decisión de 1810 de reconocer la igualdad entre las partes de la monarquía, y negarse a los territorios americanos la representación proporcional.28 Con el tiempo irá desplazándose desde la visión unanimista propia de la monarquía, hacia los pueblos como comunidad y territorio, para culminar en su versión democrática, asociada al pueblo en su condición moderna. Por su parte, la reflexión en torno a la ciudadanía, vinculada directamente con el problema de la representación, se relaciona justamente con el tránsito desde la comunidad al individuo, del vecino al “ciudadano”, ya en contexto de autonomía. Se trata de definir al nuevo habitante de la patria emancipada. Como afirmó Camilo Henríquez, “para que haya patria y ciudadanos, es preciso que … todos tengan alguna parte, alguna influencia en la administración de los negocios públicos, para que no se consideren como extranjeros, y para que las leyes sean a sus ojos los garantes de la libertad civil”.29 No obstante, el concepto surgió al léxico republicano en un marco social de desigualdad entre los miembros de la patria, lo cual a poco andar se tradujo en restricciones y exclusiones del ejercicio de la ciudadanía política, como goce de derechos políticos, especialmente en relación al voto.30 Este momento se extiende hasta fines de la década de 1820, teniendo como hitos claves las discusiones constituyentes de 1823, 1826 y 1828, que ampliaron considerablemente los marcos de incorporación ciudadana, y que incluyeron discusiones sobre los requisitos censitarios, de alfabetización, la distinción entre ciudadanía pasiva y activa, y la relación entre ésta y la clase social.31 La derrota de la facción liberal y la instauración del autoritarismo que le siguió impuso una visión restringida de la ciudadanía priorizando el orden social y la estabilidad institucional.
27 Sábato, Ciudadanía política, pp.11, 29. Para una reflexión sobre la relación entre sistema electoral y sistema político en la Francia del siglo XIX, ver Pierre Rosanvallon, Le Sacré du Citoyen. Histoire du Suffrage Universel en France (Paris: Gallimard, 1992)
28 Ver Carlos Garriga (coordinador), Historia y constitución. Trayectos del constitucionalismo hispano (México: CIDE, Inst. Mora, El Colegio de Michoacán, El Colegio de México, ELD, HICOES, 2010); Antonio Annino y Marcela Ternavasio, “Crisis ibéricas y derroteros constitucionales”, en Antonio Annino y Marcela Ternavasio (coordinadores), El laboratorio constitucional iberoamericano: 1807/1808-1830 (Madrid: AHILA, 2012); Francisco Colom González, “La tutela del “bien común”. La cultura política de los liberalismos hispánicos”, en Francisco Colom González (editor), Modernidad iberoamericana. Cultura, política y cambio social (Madrid: Iberoamericana, CSIC, 2009)
29 “Del patriotismo, o del amor de la patria”, La Aurora de Chile, Santiago, 6 de agosto de 1812.
30 Sobre el debate en torno a la ciudadanía, hasta 1833, ver Ana María Stuven y Gabriel Cid, Debates republicanos en Chile. Siglo XIX (Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales, 2013), v. II pp. 125-222.
31 Ibidem.
En el caso chileno, así como el debate en torno a la representación surge tempranamente, aquel en torno al ejercicio de la ciudadanía se moviliza dinámicamente desde los años 40 y alcanza su apogeo en los años de 1870, cuando el liberalismo chileno adoptó un discurso más libertario e igualitario.32 La definición de ciudadanía así como su formación fueron dimensiones importantes desde la instauración de la república. Sin embargo, desde el punto de vista de las elites, el pueblo no estaba en condiciones de enfrentar las demandas del sistema representativo, justificando así sus exclusiones. El ciudadano moderno, entendido así por el liberalismo contemporáneo, es un individuo libre e igual al resto, lo cual pone en entredicho no solo al liberalismo de las primeras décadas del siglo XIX, sino también a las clases dirigentes que continuaron con una visión comunitaria de la sociedad.
En ese contexto, las restricciones al sufragio, la ausencia de competencia electoral, así como el control en la designación de los candidatos por las parroquias o por las autoridades políticas fácilmente inducen a pensar en la inexistencia de formas de representación durante el siglo XIX. Sin embargo, los estudios sobre elecciones desarrollados en las últimas décadas han abierto nuevos derroteros para comprender el fenómeno.33 A pesar de que se mantiene el énfasis en la relación entre elecciones y representaciones, algunos autores han comenzado a resaltar otras formas de participación ciudadana durante el siglo XIX, afirmando que las prácticas electorales, a pesar de las restricciones al sufragio, fueron clave en la formación de la esfera pública, en la formación de redes y en general en el juego y la pedagogía política. 34
Partiendo desde esos aportes, el foco de este capítulo está puesto en visibilizar la cultura política, entendida como concerniente a los valores, las normas y los sentimientos que informan la actitud de la elite hacia la representación. Todo ello en el marco de la tensión que introduce la república entre el ideario y el contexto social en que se aplica; entre la teoría y las prácticas; en la tensión entre la conceptualización que tienen las elites de la república, y las restricciones que naturalmente surgen en sus mentes para su aplicación. Es un espacio que requiere complementarse con los aportes de la historia social y también de la historia intelectual. Se trata de que lo intelectual potencie el conocimiento del mundo social, y que la política aparezca como práctica social. De este modo, se pueden superar las rigideces o restricciones, que separan el mundo de referencias teóricas del mundo del contexto. Hay que recordar que el debate en torno a la representación se produce al interior
32 Sobre el debate en torno a la representación en las primeras décadas del siglo XIX, ver Stuven y Cid, Debates republicanos, v. I, 2012. pp.139-255.
33 Ver J. Samuel Valenzuela, “From Town Assemblies to representative democracy: The building of electoral institutions in nineteenth-century Chile”, Working Paper N° 389, Kellogg Institute, 2012; Eduardo Posada-Carbó, “La independencia y los orígenes de la democracia en Hispanoamérica”, en Haroldo Calvo y Adolfo Mersel, (eds.), Cartagena de Indias en la Independencia, (Cartagena: Banco de la República, 2011); Marcela Ternavasio, La revolución del voto: política y elecciones en Buenos Aires, 1810-1852 (Buenos Aires: Siglo XXI, 2001); Francois-Xavier Guerra, “La metamorfosis de la representación en el Siglo XIX”, en Georges Couffignal (comp.), Democracias posibles. El desafío latinoamericano (Buenos Aires: FCE, 1994); Antonio Annino, “El voto y el siglo XIX desconocido”, en Jstor, N°17, 2004.
34 Sobre esta discusión ver Hilda Sábato, “On political citizenship in Nineteenth-Century Latin America”, en American Historical Review, vol. 106, no. 4, 2001.
de una cultura política articulada en torno a nociones tan estrictas de orden social, que todo desarrollo político de inclusión social o de fortalecimiento de la igualdad, incluido por supuesto el sufragio, gatilla mecanismos de defensa contra lo que fácilmente puede ser percibido como el fantasma de la anarquía, o la desintegración social. Se trata de identificar los canales por donde fluye la continuidad en las mentalidades, en la subjetividad, en las formas de sociabilidad e incluso en las actitudes de la elite frente a la política. Como la pregunta no va enfocada sólo al mundo abstracto de las ideas de la elite, sino que también a lo figurativo, se trata de cotejar el discurso racional con las otras fuentes que permiten conocer formas de expresión más espontáneas y, por lo tanto, que reflejan mejor esta relación entre ideas y contexto. Por eso, además de los debates y discursos parlamentarios como arena específica donde se discute la representación, se incluye como fuente la prensa, gran vía de expresión de la nueva opinión pública y de intercambio intelectual. “Ella contiene todas las verdades, todos los principios destinados a reemplazar el lote que la tradición nos ha legado”, decía un artículo publicado en 1844.35
UNA NUEVA LEGITIMIDAD PARA EL NUEVO MUNDO
“La soberanía reside en el pueblo [...] es una e indivisible, imprescindible e inalienable”.36 La afirmación, publicada en el “Catecismo de los Patriotas”, escrito por fray Camilo Henríquez en 1813, es representativa del tenor de muchos otros “catecismos” políticos publicados en América durante los confusos tiempos que se inauguraron con el cautiverio de Fernando VII, la formación de las primeras juntas de gobierno, y que desembocaron en los procesos de independencia. Incluso anterior a este texto es el Catecismo Público para la Instrucción de los Neófitos o Recién Convertidos al Gremio de la Sociedad Patriótica, publicado en Buenos Aires, en 1811, y cuyo propósito fue destruir los temores existentes por las nuevas instituciones que se creaban. También destacó entre estos textos el Catecismo o Despertador Patriótico Cristiano y Político, que circuló en la provincia de Salta y se proponía dar a conocer “la sagrada causa” por medio de la cual el continente americano “se propone recuperar su soberanía, su imperio, su independencia, su gobierno, su libertad y sus derechos”.37 Estos escritos, y otros que circularon en Nueva Granada, Guatemala, México y también en la península ibérica, reúnen las primeras expresiones discursivas de un ideario republicano moderno aplicadas al contexto latinoamericano. Una serie de términos, conocidos hasta ese momento como explicativos de nuevas realidades políticas, sobre todo francesas, debieron ser sometidos a una rápida conceptualización ante los eventos que comenzaban a desmoronar la legitimidad
35 “Las Reformas”, artículo completo en El Mercurio, Valparaíso, 27, 28 y 29 de Febrero de 1844.
36 Camilo Henríquez, “El Catecismo de los Patriotas” en Raúl Silva Castro, Escritos políticos de Camilo Henríquez (Santiago: Eds. Universidad de Chile, 1960). p. 149.
37 Ver Rafael Sagredo, “Actores Políticos en los Catecismos Patriotas Americanos” en Historia, Nº28, Santiago 1994, pp. 273-298.